

Dijo Dios:
“Haya un firmamento por en medio de las
aguas,
que las aparte unas de otras”.
E hizo Dios el firmamento,
y apartó las aguas de por debajo del
firmamento
de las aguas de por encima del
firmamento.
Y así fue.
Y llamó Dios al firmamento “cielo”.
Y atardeció y amaneció: día segundo.
(Gén.1,6-8)
Estamos haciendo
la lectura espiritual que emana de toda la creación, como
una parábola.
Habíamos visto
que antes de comenzar los seis días de la creación, además
de que Dios había creado el
cielo y la
tierra, creó
también las aguas, porque “el Espíritu de Dios aleteaba sobre
las aguas”
(Gén.1,1). Ahora establece un orden en esas aguas:
Dijo Dios: “Haya un firmamento
por en medio de las aguas, que las aparte unas de otras”.
En este día
segundo hace una separación entre dos clases de
aguas que
comprenden dos estados de vida diferentes. Y pone un límite
entre ambas. Y esa separación, ese velo entre unas y otras
aguas, lo llama
firmamento o cielo.
E hizo Dios el firmamento; y apartó las aguas de por
debajo del firmamento de las aguas de por encima del
firmamento. Y así fue.
Las aguas de por debajo del firmamento,
estas aguas
que nos purifican, simbolizan el estado de los
creyentes, cuando hemos aceptado la redención de Cristo que
se ofreció por nosotros para darnos la Luz, y que salgamos
de las tinieblas (Ap.8,8-9).
Es este estado
el mismo al que se hace referencia en el tema uno (Gén.2,3),
el segundo país regado por el segundo río que sale del río
del jardín de Edén, que nos da a conocer el agua como
símbolo de purificación para recibir a Cristo (Mt.3,11).
Por encima de
este velo están las
aguas de por encima del firmamento en las
que podremos sumergirnos cuando nuestras almas hayan sido
purificadas aquí en
las aguas que están por debajo del firmamento,
por las
aguas que manan de Cristo como fuente
de Vida eterna, que nos llama
a todos a beber gratis, porque así de nuestro interior
brotarán ríos de agua viva (Jn.7,38).
Será entonces
cuando nos sumergiremos en
las aguas de
por encima del firmamento (Gén.1,7). Como se
nombra en el Apocalipsis, la Nueva Jerusalén, donde Cristo
nos espera. Él enjugará toda lágrima de nuestros ojos, y no
habrá ya muerte ni llanto, ni gritos ni fatigas, porque el
mundo viejo habrá pasado (Ap.21,4).
Mientras
las aguas
de por debajo del firmamento nos limpian de
nuestros pecados, estas
aguas nos
limpian de las heridas de nuestras almas por todos los
sufrimientos que hemos padecido aquí. Pero habremos de
traspasar ese límite, ese
firmamento:
Y llamó Dios al firmamento “cielo”.
Cielo es el velo que
separa nuestra vida aquí de la gloria que nos espera, hoy
oculta a nuestra mirada. Por nosotros mismos nunca
podremos
traspasarlo, pero Jesucristo con su muerte nos abrió el
cielo, rasgó el velo (Lc.23,45), y por su resurrección
nos lleva a la gloria, más allá del velo, donde entró Cristo
por nosotros (Hb.6,19-20).
Y aunque hoy aún
esta humanidad se deja llevar por las tinieblas que llevan
al pecado, muchos saben que hay una Vida de felicidad y
gloria que Dios tiene preparada para los que lo aman y
buscan vivir en Él. Por eso se dice:
Y atardeció y
amaneció: día segundo.