



















En
el principio creó Dios el cielo y la tierra.
La tierra era caos y
confusión y oscuridad por encima del abismo, y un viento de
Dios aleteaba por encima de las aguas.
(Gén.1,1-2)
Este
principio es
el inicio de un estado de gracia, del “año de gracia”, como
nos recuerda Jesús (Lc.4,19). Este “año de gracia” es este
peregrinaje hacia Él. Después de que todos habíamos pecado,
la compasión de Dios por nosotros concibe crear para
nosotros este estado en el que nos encontramos, que nos
sirviera para recibir de su Luz y sacarnos del estado de
tinieblas en el que nos habíamos sumergido.
Y comienza Dios a crear un lugar en
el que habitáramos, una creación especialmente diseñada para
todos aquellos seres espirituales que éramos (Hc.17,24-26) y
que habíamos caído en el pecado. Ahí,
en el principio,
es cuando nos concede nuestra condición humana y
todas las maravillas que contiene todo lo creado por Dios
para nosotros y que ha puesto ante nuestros ojos.
En el orden natural, todos vemos que
habitamos en el planeta Tierra. La Tierra es obra de Dios,
puesta a nuestro servicio como todo cuanto ha puesto a
nuestro alcance. No tiene ningún poder espiritual sobre
nuestras vidas puesto que es materia, aunque civilizaciones
primitivas le hayan dado un valor de deidad, como se lo han
dado al sol o la luna, y aún perdure en algunas etnias o
filosofías. Sabemos que
Dios dio dominio al hombre sobre todo lo creado para
él.
Pero aquí estamos hablando de nuestra
vida espiritual, y este “lugar”,
la tierra, en sentido espiritual es otro, y es lo que sigue:
Antes de que comenzaran los días de
la creación, hace una separación muy importante
en el principio,
poniendo ya orden a cuanto habría de ir creando:
Dios creó el cielo y la tierra.
Cielo es el velo, el
límite, que separa todo lo que está por encima de nosotros,
lo que nos está velado, lo que no podemos ver desde aquí,
como veremos en el día segundo de la creación.
Y la tierra simboliza
nuestra vida aquí, la vida de cada uno de nosotros, que ha
de ser regada por la lluvia de su Palabra para que como la
semilla en buena tierra, arraigue, germine y dé fruto:
“Porque como desciende de los cielos
la lluvia y la nieve,
y no vuelve allá sino que riega la
tierra
y la
hace germinar y producir,
y da semilla al que siembra, y pan
al que come,
así será la Palabra que sale de mi
boca: no volverá a mí de vacío,
sino que hará lo que yo
quiero y habrá cumplido todo aquello para lo que la envié”.
(Is.55,10-11)
Esa
tierra
somos nosotros a quienes la Palabra riega.
Cuando
Dios creó el cielo
y la tierra está determinando una separación entre
nuestra vida aquí,
la tierra, y lo que está por encima de
nosotros, el
cielo. Nos hace ver claramente el
siguiente versículo cómo estábamos nosotros en ese
instante en que caímos en las tinieblas:
La tierra era confusión y caos y oscuridad por encima del abismo.
Este fue el momento en el que
todos habíamos pecado por comer del fruto del “árbol de
la ciencia del bien y del mal”. Estábamos muy confundidos,
en la oscuridad y el caos, antes de que Dios se acercara a nosotros
“a la hora de la brisa” y nos hiciera ver con su Presencia
que estábamos desposeídos de todos los bienes, que lo
habíamos perdido todo, que estábamos “desnudos”, en
peligro de caer al abismo, a la oscuridad total.
Esas mismas palabras que hablan de
la cercanía de Dios cuando estábamos envueltos en las
tinieblas, se confirman en
el principio
de la creación aquí, diciendo:
Y un viento de Dios aleteaba sobre las aguas.
Es el viento del Espíritu de Dios,
el Espíritu Santo. Sobre la
tierra seca
no está el Espíritu de Dios: está
sobre las aguas
(pero las aguas
tocan y riegan
la tierra).
El Espíritu de Dios, el Espíritu
Santo, que sopla sobre nosotros,
el viento
del Espíritu (Jn.3,8),
aleteaba sobre las aguas. Nunca Dios se
alejó de nosotros, sino que nos preparaba el medio para
sumergirnos aquí en la Vida en Él, y luego más allá del
cielo; porque hay dos niveles de aguas, las que nos esperan
en el cielo, y las que tenemos aquí como símbolo de la
purificación por la que estamos
llamados a pasar, según se dice en el día segundo de
la creación.
Y es después de esta separación
esencial cuando comienzan los seis días de la creación.




